La IX Cumbre de Líderes de Norteamérica a la que asistió López Obrador con Joe Biden y Justin Trudeau el 18 de noviembre transcurrió con normalidad. El presidente mexicano se apegó al protocolo; los tres mandatarios fijaron posturas previamente pactadas y publicaron una declaración conjunta con los acuerdos alcanzados. El encuentro fue aburrido e institucional, como suelen ser estos encuentros, y ésa fue, precisamente, la sorpresa, considerando el comportamiento “antisistema” de López Obrador.
Al igual que muchos otros populistas, AMLO ha construido una imagen de político rebelde que no se apega a las normas, como Donald Trump, por ejemplo. Da conferencias de prensa todos los días para aparentar transparencia y apertura a la crítica, desacata la ley (violando vedas electorales, por tomar un caso), viaja en aviones comerciales en lugar de aeronaves oficiales. En la mayoría de los casos, esas acciones son meramente cosméticas y tienen el objetivo de construir esa imagen de gobernante alejado de la tradición política y cercano a la gente; en otros casos esas acciones son abiertamente ilegales.
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El presidente de México no sólo rehúye del protocolo de la política nacional, también de la internacional. Hasta ahora, en las pocas participaciones que había tenido en foros en el exterior había marcado su distancia frente a otros mandatarios. En su intervención mediante un video en la Asamblea General de la ONU el año pasado, hizo un recuento de la historia de México y un resumen de lo sus “mejores éxitos” como presidente, en lugar de tratar los temas de la agenda global. Recientemente, cuando viajó a Nueva York para encabezar una sesión del Consejo de Seguridad de la ONU propuso que los más ricos del mundo donen un porcentaje de sus fortunas para resolver la pobreza mundial, en lugar de hablar de los asuntos de ese organismo, es decir, la seguridad internacional.
Por eso sorprendió que se haya comportado con corrección política en su primer encuentro con el presidente de Estados Unidos y el primer ministro de Canadá. Al menos mientras estuvieron frente a los ojos y oídos de la prensa, López Obrador siguió las normas de la diplomacia, trató los temas acordados en la agenda e incluso usó cubrebocas, cosa que muy rara vez ha hecho en México.
El comportamiento de López Obrador frente a Joe Biden es revelador. Su disciplina ante las formas tradicionales refleja la estructura desigual de la relación entre México y Estados Unidos. Como célebremente sentenció Jesús Reyes Heroles, en política la forma es fondo, y en este caso el límite a la desfachatez de AMLO fue su miedo a afectar una relación de la que básicamente depende la economía mexicana (y en consecuencia su popularidad y su proyecto político).
A la vez que un recordatorio de la importancia de Estados Unidos para México (y de México para Estados Unidos), el encuentro del jueves es una muestra más de que el poder del presidente no es infinito y que hay fuerzas que lo limitan. En los últimos meses (especialmente después de las elecciones), la solidez de algunas instituciones mexicanas ha representado un auténtico contrapeso al comportamiento autoritario de AMLO. Ha destacado, especialmente, el pleno de la Suprema Corte de Justicia y el Instituto Nacional Electoral. Esta semana quedó claro que los intereses de Estados Unidos en México también son un freno relevante a las ambiciones de concentración de poder de López Obrador.
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