Por Luis Enrique Escobar
Los mexicanos del siglo XXI no somos tan parecidos a los del siglo pasado y menos a los del antepasado, pero sí tenemos en común con ellos que vemos a nuestras autoridades como algo más o menos ajeno. Respetamos a las autoridades por el hecho de serlo, además de la fuerza que puedan tener y que llegue a ser amenazante, pero evitamos en lo posible interactuar con ellas. Incluso resentimos que sean como son tan seguido: distantes, prepotentes, ricachones. Escondidos en su palabrería. La imagen recurrente del funcionario o político con sus camionetas y sus achichincles sigue vigente, porque esos modos de ejercer el poder siguen vigentes. Quizá sea inevitable que la gente que asume los cargos públicos adquiera ciertos estilos, ciertas maneras (que hablen de usted y usen tacones, o lo que sea). Pero resulta molesto que la vida diaria de la mayoría de los mexicanos sea tan diferente, para mal, en lo que toca al dinero, a las comodidades. A las posibilidades al alcance de cualquiera.
Cuando los mexicanos vemos a la mayoría de los representantes de la autoridad, a los jefes vaya, las reacciones no son de gusto o de satisfacción. Sean de cualquiera de los órdenes de gobierno (municipio, estado, federación) o de los poderes públicos (Ejecutivo, Legislativo y Judicial). En su lugar hay algo de sorpresa y acaso precaución, no confianza. Para reducir esa distancia, los políticos buscan armar sus eventos de promoción, pero rara vez lo hacen fuera de la temporada electoral. Cuando se sienten seguros en la posición, se dedican a otra cosa.
En general nadie sabe quién es el policía responsable del sector donde está su vivienda o aquel de protección civil. En un nivel diferente a los servicios públicos y más propiamente político, casi nadie sabe tampoco quién es su senador o su diputado, local o federal. Antes, este fenómeno se podía explicar porque el PRI se encargaba de todo: elegir a sus candidatos, hacerlos ganar y decirles qué hacer ya en el puesto. Pero ya en nuestros días, con elecciones auténticas y muchos partidos, tampoco es claro quién representa a quiénes. O qué hacer cuando nos disgusta su conducta.
Esta distancia que continúa, esta calma por vivir lo mejor que podamos sin tener la menor idea de quién es nuestro representante ante las autoridades, es algo interesante. Porque al mismo tiempo que vivimos sin cuestionar esta ignorancia, resentimos a los políticos por su comportamiento y su indiferencia hacia la mayoría de la gente y sus asuntos. Este fenómeno es una de las dimensiones cotidianas de lo que ya es indudable que se trata de una crisis de representación.
En México, la desconexión entre la población abierta y sus autoridades es uno de los principales retos para dar funcionalidad al sistema político. Vivimos en la obediencia de unas autoridades que reconocemos porque no hay de otra, pero en quienes desconfiamos casi siempre. Por eso los partidos políticos escogen gente cada vez más excéntrica, hacen declaraciones chocantes y cada vez más les importa menos defender ideas claras. O éstas se reducen a los asuntos más polémicos, los que hacen que la gente se enoje más fácilmente. Se trata de conseguir una reacción emocional en la gente, no hablarle a su razón, a su buen juicio.
Esta crisis de representación me parece sin duda una de las claves, entre otras, que necesitamos examinar. Si esta situación ha de cambiar para bien, necesitamos hablar de ella, explicarla. En las siguientes entregas, seguiré profundizando en el asunto.
Luis Enrique Escobar es politólogo
@LuisenEscobar