Por Luis Enrique Escobar

En cada elección es medianamente fácil para quien sea desacreditar las concentraciones masivas de simpatizantes de los partidos o candidatos que les disgustan. Hay incluso un vocabulario listo para usarse: son acarreados, mira las matracas, las porras iguales, las edeca(r)nes son la clave, sólo es operación torta (o tamal), sin pase de lista no habría nadie. Desde los mítines medianamente pequeños de unas pocas personas hasta el llenar estadios completos o plazas públicas en cierres de campaña. Siempre se puede echar mano de esta fórmula retórica que explica sin conceder ningún mérito la capacidad de la clase política para sacar gente al espacio público a aplaudirles.

Y al contrario, cuando la concentración es del partido o candidato que sí gusta, deliberadamente se decide que todos los presentes son gente convencida, que todos los que traen la gorra con la frase del candidato o el logo del partido son ciudadanos en el libre ejercicio de sus derechos políticos, que viven con fidelidad los ideales democráticos. Por supuesto, en esa reacción polar que describe un fenómeno casi idéntico para cada evento de movilización previa a las elecciones por cualquier partido, lo que vemos es un reflejo condicionado que se reproduce, porque lo más probable es que junto a los acarreados sí estén los convencidos. Como en muchos otros sucesos públicos de interés, la ilegalidad más condenada y verbalmente perseguida convive con lo celebrado socialmente. A la luz del día y con plena documentación de la prensa. El delito junto al civismo, conviviendo. En mayor o menor proporción se combinan, pues las motivaciones de los asistentes nunca son uniformes.

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Este pequeño folclor de nuestra cotidianidad política proviene de las décadas de experiencia de movilización condicionada por los liderazgos de las organizaciones populares hacia sus agremiados. Todo ello organizado dentro de las corporaciones del PRI y su enorme capacidad de conducir la complejidad social de forma previsible y aprovechable. La gradual democratización sirvió entre otras cosas para atreverse a nombrar este condicionamiento ilegal y oponerle la acción cívica “auténtica” de las organizaciones política opositoras de izquierda y de derecha. Estas organizaciones no sólo debían resolverse a diferir en voz alta de la verdad oficial, organizarse y buscar a la población, sino ganar la calle a la maquinaria estatal que se fundía con el partido hegemónico y así ganaba todas las elecciones.

Durante la etapa autoritaria del siglo XX, el prestigio abstracto de la Revolución mexicana y las necesidades de los pobres sirvieron para justificar infinidad de medidas a todas luces contrarias a los principios liberales de la propia Constitución revolucionaria de 1917. Esto incluyó resignificar lo impresionante de sacar miles o cientos de miles de personas al mismo tiempo a la calle. El sistema político mexicano tuvo la destreza y el atrevimiento de convertir al movimiento obrero o las masas campesinas, que eran contrincantes esperables al poder, en dos de sus pilares fundacionales. Lo mismo con las exigencias de los conglomerados urbanos crecientes, renombrados “populares”. Es decir que se desactivó la probable amenaza a la hegemonía priista por medio de la movilización masiva. La eventual exigencia de derechos por parte de los descontentos en la calle se convirtió en actos rituales colectivos de respaldo al gobierno, su partido y su presidente.

Este proceso se conformó en los años cuarenta, como acuerdo generacional de las clases sociales de la posrevolución y de la posguerra, que culminó en el PRI propiamente dicho. De ahí que en la segunda mitad del siglo XX el proceso cultural más valioso no fuera su consolidación o su perfeccionamiento práctico, sino su denuncia y superación. El logro histórico fue entonces la pluralización de la vida pública. Hoy, el imperativo es impedir una involución a estas formas.

Luis Enrique Escobar es politólogo
@LuisenEscobar

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