Por Luis Enrique Escobar

El sistema de partidos mexicano no es una extrañeza respecto al de otros países cuando se consideran sus principales características: es plural e institucional. Es decir, la votación se fragmenta entre las distintas organizaciones y éstas se sujetan formalmente a la ley. El problema principal está en su vida interior y su falta de sanción, en su insuficiencia para organizar sus distintos elementos, para atraer militantes, para elegir autoridades, para resolver conflictos, para definir candidatos, para formular ideas y proponer medidas públicas.

Durante algunos años, principalmente durante la administración del presidente Felipe Calderón, se difundió el barbarismo “partidocracia”. La idea era que nuestro sistema de gobierno evolucionó del autoritarismo posrevolucionario priista al dominio ramplón de los partidos, pero no propiamente a una democracia. El regusto del término era que no había hacia dónde hacerse, que todos los partidos eran iguales: las mismas prácticas corruptas en manos de muy pocos que hacían de las instituciones partidistas patrimonio de grupo y de familias, para llenarse las bolsas y poco más. A mayor desgracia de todos, detrás de la idea de partidocracia había mucho de cierto.

En las competencias electorales de la segunda mitad de los años noventa y los primeros años del siglo XXI, junto a las alternancias en todos los niveles de gobierno, se generalizó en todos los partidos políticos una degeneración del estilo típicamente priista de hacer política. Con sus variaciones ―pero afectando a todos―, desde los partidos más “serios” como el PAN hasta los que perdían el registro por su improvisación e irrelevancia, la lógica interna se inclinó por fórmulas que alejaron a los ciudadanos con predilecciones cívico-partidistas. En los partidos se estableció la obediencia de los militantes, el uso del dinero público para eliminar resistencias y la toma de decisiones en la cúpula. Se eliminó el disenso, la deliberación, la formación de grupos con base en ideas y proyectos claros.

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Conjeturo que detrás de esta tendencia que centralizó el poder en facciones y grupos ubicados estratégicamente en los espacios directivos de los partidos están imbricados dos elementos: el financiamiento público y la debilidad del Estado de derecho. Por un lado, los partidos empezaron a recibir montos considerables de dinero público, sin mayor necesidad que afiliar suficientes personas para superar el umbral de registro, y sin mayor límite que la cantidad de votos recibidos. Por otro lado, cualquier malversación o irregularidad quedaba por lo regular adscrita a los mecanismos internos de revisión y sanción. Rara vez intervino el ministerio público o la judicatura. Todo esto en las circunstancias de un país brutalmente desigual, con una administración pública rebasada por las necesidades, en el que la miseria urbana y rural obligaba y (obliga) a buscar accesos informales para resolver problemas urgentes: alimentación, vivienda, educación, servicios básicos (agua, drenaje).

Las buenas intenciones del financiamiento público que igualara condiciones del partido hegemónico con los opositores se burlaron rápidamente: todos los incentivos se alinearon para la concentración del poder en manos de quienes pudieran obtener la adhesión de clientelas suficientes (basadas en la miseria), para ganar así los votos que dieron a cambio el dinero “fácil” del erario. En lugar de empoderar a los ciudadanos y a los militantes, el dinero público sirvió para que los profesionales de la política extractiva se cerraran a la supervisión de los votantes, de sus propios militantes.

En menos de dos décadas de competencia partidista, las facciones dominantes de los partidos pasaron de tener líderes que articulaban un discurso con valores e ideas, a otros donde vencían los más hábiles para negociar e imponerse, pero usando el dinero de todos y con la garantía de impunidad.

Luis Enrique Escobar es politólogo
@LuisenEscobar

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