Por Luis Enrique Escobar
Los gobiernos en México de cualquier nivel y desde hace décadas, desde los municipios hasta la federación bajo cualquiera de los partidos políticos, topan con restricciones estructurales para cumplir sus promesas. Promesas que por lo general incluyen atender alguno de los aspectos más graves de la pobreza. Esto no tiene nada de extraño considerando que los problemas públicos por lo regular superan con creces los recursos materiales, humanos y de tiempo con que cuenta la administración pública. Es decir, el conjunto específico de funcionarios e instrumentos que hace de los gobiernos una entidad operativa, más allá de las figuras reconocibles de los gobernantes.
Lo preocupante es que la salida más habitual para este obstáculo ya conocido no sea usar lo más racionalmente posible los recursos limitados, es decir, profesionalizar el gasto con política pública propiamente dicha, con sus requisitos y criterios. Nuestros gobernantes prefieren saldar tal dificultad con entregas mínimas que sirvan para paliar acaso un poco la necesidad de la gente más marginada de los procesos económicos. Se hace una faramalla en esas entregas, se montan eventos con los beneficiarios, se reparte dinero sin recato o bienes de primera necesidad. Y se espera agradecimiento a cambio y, eventualmente, respaldo social. Y llueven las fotos y la serpentina. Se pronuncian discursos que hablan de la solidaridad, de la hermandad, del esfuerzo. Es un poco previsible, es una fórmula gastada, que sigue usándose sin reparo. El estilo de montarse en la pobreza y ser “justiciero”. Acaso sea lo más fácil, seguir la inercia.
Creo que ese uso del dinero público, de las burocracias, de la palabra y tiempo del gobernante es uno de los males que habríamos de discutir más seriamente. Esa hipocresía debería molestarnos. Es conocido de todos que esa manera de conducirse es un hábito rentable, porque permite mantener clientelas políticas entre los operadores electorales y mapaches subordinados, entre los contratistas del erario y los funcionarios de las áreas de “desarrollo social”. Durante mucho tiempo los opositores panistas del oficialismo lo denunciaron por ser opuesto a su principio doctrinario de “subsidariedad”. Dentro del activismo católico, es la premisa de hacer lo mínimo necesario para ayudar a la gente, para que se ayuden a sí mismos.
Los comunistas y socialistas también censuraban esta práctica porque evitaba la lucha de clases que ansiaban, porque calmaba de mala manera a los desesperados que habrían de desmontar la explotación que sufrían y sufren. Hoy en día los panistas y los viejos izquierdistas metidos a seguidores del personalismo obradorista se dieron cuenta de que pueden medrar sin límites al usar el discurso justiciero y aprovechar la experiencia del personal priista. Es decir, que la cultura política hegemónica que repartía limosnas, para mantener las cosas más o menos en paz, sólo se esparció hacia los grupos políticos organizados que se le resistían.
Actualmente, hablar de combatir los peores aspectos de la pobreza, mientras se busca beneficiarse electoral y monetariamente de esas acciones, es parte de la cotidianidad de nuestra vida pública. Es una forma encubierta de no cambiar nada, de ni siquiera buscar resolver de raíz uno de los problemas más graves. Esto termina por reproducir un orden social deliberadamente injusto, en que la mayor parte de la población no tiene un patrimonio que le permita vivir dignamente, en uso pleno de sus derechos. La pobreza quita a quien la sufre muchas posibilidades para vivir en libertad, pero el uso discursivo de acabar con ésta permite a los políticos más aptos para el juego clientelar empoderarse, al tiempo de enriquecerse. Este aprovechamiento no por explicable es menos escandaloso.
Luis Enrique Escobar es politólogo
@LuisenEscobar