Los discursos de ambos presidentes durante las celebraciones por la Independencia de México tuvieron un claro destinatario: Joe Biden. El mensaje más relevante de las dos intervenciones fue el reclamo a Estados Unidos por sus supuestos afanes imperialistas y, muy concretamente, se exigió levantar el embargo que tiene sobre la isla desde hace más de cincuenta años.
En política nada es coincidencia. En esta parafernalia de amistad entre los mandatarios y de enojo compartido hacia Estados Unidos hay intereses de política exterior. Ni la historia de México ni la de Cuba se entienden sin la relación que cada uno tiene con Estados Unidos. Ésta siempre ha sido, y seguirá siendo, una de las preocupaciones más importantes para los mandatarios de ambos países.
López Obrador está obsesionado con el principio de soberanía nacional. Hasta cierto punto, la obsesión está justificada. La relación con Estados Unidos ha tenido un fuerte peso en el destino de México desde la Independencia. Hace siglo y medio, lo que se estaba en riesgo era, principalmente, la anexión total o parcial del territorio mexicano al estadounidense. Hoy sigue habiendo mucho en juego, pero lo más importante es la viabilidad económica del país. Ni qué decir de Cuba, cuyo destino político y económico también ha estado estrechamente vinculado a su vecindad con Estados Unidos.
Aliándose con Díaz-Canel, López Obrador pretende aumentar su capacidad de negociación frente a Estados Unidos y poner un freno a posibles actos de injerencia. No deberá sorprender. La agenda de gobierno de López Obrador ha tenido como uno de sus pilares concentrar todo el poder posible en manos del Presidente de la República, restándolo de otras instituciones y áreas de la vida pública. Lo hemos visto con sus intentos de avasallar al Poder Judicial, su control casi total del Legislativo y sus ataques contra los órganos autónomos constitucionales, la prensa libre y las organizaciones de la sociedad civil.
En este contexto, la relación con Estados Unidos ha sido uno de los pocos muros de contención para su voluntad de controlar todo, al menos en algunos temas. El ejemplo más evidente fue el cambio de política migratoria. AMLO inició su gobierno anunciando con bomba y platillo que habría paso libre a los migrantes por la frontera sur y que se les daría visas de refugio y empleo. Poco tiempo después, tuvo que recular por órdenes de Donald Trump, cuando éste amenazó con imponer aranceles a diversos productos mexicanos si no se ponía un freno al flujo migratorio.
Para Díaz-Canel, la oportunidad de aliarse con México es una grata noticia, pues es uno de los pocos países con cierta capacidad de negociación frente a Estados Unidos. A pesar de la relación tan asimétrica entre ambos, los intereses de Estados Unidos en México son vastos, empezando por la seguridad nacional, siguiendo por el intercambio comercial y pasando por muchos otros temas como las condiciones medioambientales de la región.
Juntos, los discursos de AMLO y Díaz-Canel representan una declaración binacional de un frente para proteger la soberanía de ambos países frente a Estados Unidos. Habrá que estar atentos a los resultados de la sexta cumbre de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac) y a los pronunciamientos del resto de los participantes. La cumbre tendrá lugar el 18 de septiembre en México, con la presencia de mandatarios de 16 naciones.
No serán días de tranquilidad para el Departamento de Estado y las embajadas de Estados Unidos en la Ciudad de México, La Habana y el resto de las capitales latinoamericanas. Joe Biden deberá, por lo menos, evaluar opciones para lidiar con un posible grupo de países organizados cuyo propósito principal es frenar su injerencia en las naciones de la región.
México y Estados Unidos: los migrantes como moneda de cambio