El domingo se llevaron a cabo “elecciones” en Nicaragua. Ponemos la palabra entre comillas porque el pueblo de Nicaragua, en realidad, no pudo elegir entre alternativas, pues el dictador Daniel Ortega creó un contexto en que su victoria fuera el único resultado posible. En consecuencia, tendrá un cuarto mandato consecutivo. Todos los candidatos que podían arrebatarle el triunfo fueron arrestados en los meses previos, y los únicos partidos que participaron fueron los llamados “zancudo” que simulan ser oposición. Otros partidos fueron declarados ilegales.
Según los resultados oficiales, Ortega obtuvo 75% de los votos, con una participación ciudadana de 65%. Sin embargo, de acuerdo con la organización Urnas Abiertas la abstención fue superior a 80%. En la última encuesta de Gallup, 65% de la población dijo que votaría por cualquier alternativa al régimen de Ortega y sólo 19% dijo que votaría por él.
Ante esta situación, la comunidad internacional ha denunciado la invalidez de las elecciones y la instauración de un régimen autoritario. El presidente Joe Biden declaró que se trató de “una elección de pantomima que no fue ni libre ni justa y ciertamente no democrática”. Anunció que tomará medidas de presión económica. Por su parte, la Unión Europea consideró que los resultados de la elección “carecen de legitimidad”.
En el caso de la Organización de los Estados Americanos (OEA), aprobó una resolución que condena la persecución de los opositores y llama a la celebración de “elecciones libres, justas y transparentes tan pronto como sea posible, bajo observación de la OEA y otra observación internacional creíble”. Sin embargo, siete países se abstuvieron, entre ellos México, Argentina y Bolivia, escudándose en argumentos de no intervención.
Si bien la posición de México puede considerarse errónea por no condenar un régimen que viola flagrantemente derechos humanos, responde a una estrategia de política exterior que, aunque es una apuesta arriesgada, podría prosperar bajo ciertas condiciones.
No oponerse clara y tajantemente a las dictaduras de Nicaragua, Cuba y Venezuela no significa, necesariamente, que el gobierno de México aplauda los atropellos que ahí se cometen. Hay un contexto de polarización de la que parece que México pretende sacar provecho. De un lado están las dictaduras que sólo se celebran entre ellas y del otro lado están Estados Unidos, la OEA y Europa, levantando la voz en contra de los abusos. En este contexto, parece que el objetivo de México es convertirse en un mediador creíble entre las dictaduras y el resto del mundo.
Llegado el momento (si llega) de que las dictaduras se vean obligadas a negociar en serio con otras fuerzas políticas en sus países va a ser necesario que una parte ajena imparcial medie el conflicto, y México pretende ser ese mediador. Esto daría a México credibilidad internacional, especialmente en la región. Desde luego, la estrategia podría fracasar y México podría quedarse solo en lo que parecerá una defensa de los dictadores ante los ojos del mundo. En consecuencia, y contrario a lo que pretende, terminaría siendo un interlocutor irrelevante.