Por: Isaías ML

@Pistorey

Vivimos en una era donde lo visual lo es todo. Una imagen no solo vale más que mil palabras, sino que, en muchos casos, parece valer más que la verdad misma. 

Basta con abrir cualquier red social o app de citas para ver un desfile interminable de rostros perfectos, piel de porcelana, mandíbulas definidas y ojos brillantes que, en la mayoría de los casos, no existen en la vida real. La pregunta que me surge a menudo es: ¿por qué la gente usa el filtro en exceso?

Podría pensarse que la respuesta es sencilla: vanidad. Y sí, hay algo de eso. En las apps de citas, por ejemplo, lo entiendo un poco más. Todos quieren mostrar su mejor versión. Uno quiere gustar. Uno quiere atraer. 

Pero esa necesidad de perfección ha cruzado una línea peligrosa: se ha vuelto la norma, no la excepción. El problema no es solo el filtro en sí, sino la desconexión que crea entre la imagen proyectada y la realidad.

Me ha pasado en contextos laborales. Personas conocidas, incluso colegas, que mandan su foto para un CV, una presentación o incluso para la página web de la empresa y, cuando las ves en persona, es otra historia. Y no me refiero a un mal día o al paso del tiempo. Me refiero a que ni siquiera parecen la misma persona. Lo que debería ser una herramienta para pulir una imagen termina generando el efecto contrario: desconfianza.

¿Cómo confiar en alguien que maquilla hasta su propia identidad para algo tan serio como el trabajo? No es solo cuestión de estética, es una cuestión de honestidad. En un mundo donde ya cuesta tanto confiar en lo que se ve, ese tipo de detalles refuerzan la idea de que todo es una fachada. Y eso es preocupante.

No quiero sonar moralista, porque todos, en algún momento, hemos caído en la tentación de usar un filtro, de mejorar un poco la luz, de ocultar una ojera. Pero otra cosa muy distinta es construir una imagen falsa como carta de presentación. Si no podemos mostrarnos como somos, ¿cómo pretendemos que nos tomen en serio?

Quizás no se trate solo de vanidad, sino también de miedo. Miedo a no ser suficiente, a no cumplir con el estándar, a no gustar. Pero ahí está justamente el punto: ¿qué estándar estamos alimentando y replicando cada vez que exageramos con los filtros?

Vale la pena pensarlo. Y, tal vez, animarnos más seguido a mostrarnos tal cual somos. Porque al final, lo auténtico también tiene valor. Y en muchos casos, más del que creemos.