Por: Isaías ML

@Pistorey

Últimamente he estado pensando en todas esas cosas que tenemos y que muchas veces no valoramos. No porque seamos malas personas, sino porque nos acostumbramos. Se nos olvida. Ir al dentista, por ejemplo. Agendar una cita, pagar una limpieza o un tratamiento sin que eso desbalancee la quincena. Para muchos, eso es lo normal. Pero para otros, es un lujo inalcanzable. Y ni hablar de tener el tiempo para ir, porque hay quienes ni siquiera pueden pensar en lavarse los dientes cuando su principal preocupación es qué van a comer ese día.

Hace poco fui al cine y me gasté casi 300 pesos en un combo. Lo pagué sin pensarlo demasiado. Me di cuenta después, no por culpa ni por vergüenza, sino porque me cayó el veinte de que eso, lo que para mí fue un simple antojo de sábado, para alguien más representa el gasto completo de una semana en transporte o en alimentos.

Vivimos en una sociedad tan desigual que esos pequeños actos cotidianos se convierten en barreras invisibles. Comer en un restaurante bonito. Tomar un café de 60 pesos. Dormir ocho horas. Comprar una crema para la cara. Todo eso que a veces damos por sentado es, para muchas personas, un sueño lejano. Incluso tener tiempo para descansar o enfermarse sin que eso implique dejar de ganar dinero ya es una forma de privilegio.

Hay gente que se levanta a las 4 de la mañana para cruzar la ciudad y trabajar por un sueldo que apenas alcanza. Que regresa a casa rendida, sin energía para nada más. Y aun así, con ese ritmo, sigue cumpliendo, sigue sosteniéndose. No hay espacio para pensar en terapias, en autocuidados, en “tiempo para uno mismo”. Lo urgente no deja espacio para lo importante.

Este no es un texto para hacernos sentir mal por lo que tenemos. No se trata de culpas, sino de conciencia. De darnos cuenta de que el piso no está parejo, de que nuestra normalidad no es universal. Porque cuando reconocemos nuestros privilegios —los que parecen pequeños, los que se disfrazan de rutina—, también reconocemos la responsabilidad de mirar al otro con más empatía.

Quizás la próxima vez que gastemos 300 pesos sin pensarlo, podamos también pensar en cómo construir un mundo donde más personas puedan hacerlo sin que eso signifique un sacrificio. O al menos, recordarlo. No olvidarlo. Porque lo invisible, cuando se nombra, empieza a cambiar.